EL ARRIANISMO
Los comienzos de la teología.
Entendemos por teología la ciencia de Dios y de todas las cosas que
están en relación con Dios. Se llama teología en sentido estricto, o
teología especulativa, a la elucidación racional de las verdades reveladas de
la fe, el conocimiento sistemático de su conjunto y relaciones. Ensayos
teológicos los encontramos ya en el siglo II. Lo que dio entonces lugar a los
primeros intentos de elucidación racional, fue el complejo de problemas
que hoy conocemos como la doctrina de la Trinidad y de la encarnación de
Cristo. La expresión usada para designar el conjunto de estos problemas era
«economía divina». Vemos en Tertuliano (Adv. Prax. 3) que con frecuencia
los creyentes sencillos miraban estos primeros ensayos teológicos con una
cierta aprensión. Procedentes como eran del politeísmo, estaban gozosos de
haber comprendido la doctrina de un Dios único, y ya no querían saber
nada más. «Les asusta la palabra economía», dice Tertuliano. Semejante
actitud es conocida con el nombre de monarquianismo. El monarquianismo
no es un sistema doctrinal, sino que sólo significa el afán de aferrarse en
todos los respectos a la verdad de la unidad y unicidad de Dios, aunque sea
a expensas de otras verdades reveladas, como la Trinidad y la divinidad de
Cristo.
Hacia fines del siglo III existían dos corrientes monarquianas
contrapuestas entre sí, la modalista y la dinamista. La modalista suele
designarse con el nombre de sabelianismo, por su principal representante,
Sabelio. El libio Sabelio, que enseñó en Roma y fue condenado por el papa
Calixto (217-222), proponía la siguiente fórmula: Un Dios en tres personas,
usando la palabra persona según su sentido clásico de papel en el teatro, de
máscara. El mismo Dios, en cuanto actúa como creador y rector del mundo,
es llamado Padre; cuando aparece en el papel de redentor encarnado, se le
llama Hijo; en su papel de dispensador de gracia, recibe el nombre de
Espíritu santo. Esta fórmula tenía la ventaja de que permitía considerar a
Cristo como Dios verdadero. Pero al mismo tiempo eliminaba la distinción
real entre Padre, Hijo y Espíritu santo. Según ella, Dios se manifestaba de
tres distintos modos (de ahí el nombre de modalismo), y por eso era
llamado con tres nombres diferentes. Esto equivalía a despreciar el testimonio
de la sagrada Escritura, donde está claramente expresada la
distinción real, por lo menos, entre Padre e Hijo. Por lo demás, el
sabelianismo fue pronto desechado. En Roma fue sobre todo el sabio
presbítero Hipólito, quien se impuso la tarea de combatirlo.
La otra dirección del monarquianismo mantiene la distinción real
entre el Padre y el Hijo, mas para no poner en peligro la unicidad de Dios,
subordina el Hijo al Padre (de ahí el nombre de sobordinacionismo). Esta
dirección se ramificaba luego en varios sistemas al querer explicar en qué
sentido era aún posible llamar Dios a Cristo: si es que Dios habitó en el
hombre Cristo o si es que confirió al hombre Cristo fuerzas divinas
(dynamis, y de ahí dinamismo). Tales sistemas habían sido ya condenados
por el papa Ceferino (hacia 200-217), el predecesor de Calixto, pero a cada
momento volvían a levantar cabeza. En la segunda mitad del siglo III el
obispo de Antioquía, Pablo de Samosata, fue depuesto por un sínodo por
sostener una doctrina semejante. Parece, sin embargo, que aún más tarde se
enseñaban en Antioquía doctrinas análogas, sobre todo por el sabio
Luciano, quien murió mártir en 312. En las polémicas dogmáticas de aquel
tiempo se encuentra ya usada por el papa Dionisio (260-268) la fórmula de
la consubstancialidad (consubstantialis, en griego homoousios) del padre
con el Hijo, gracias a la cual se encontró más tarde la solución.
Arrio.
La gran persecución de Diocleciano apartó por algún tiempo la
atención de las cuestiones teológicas. Pero poco después de haber
terminado aquélla, resurgieron las discusiones sobre el dogma. El obispo
Alejandro de Alejandría, sucesor de Pedro, martirizado en 311, llamó a
capítulo a su presbítero Arrio, a causa de sus doctrinas. Arrio, que era un
hábil dialéctico, había sido discípulo de Luciano de Antioquía. Su tesis era
la siguiente: Si el Hijo fue engendrado por el Padre, necesariamente tuvo
que haber un tiempo en que el Hijo aún no existía; por consiguiente, no
existe desde la eternidad y, por tanto, no es Dios. Arrio contaba con
amigos, no sólo entre el clero alejandrino, sino también fuera de Egipto,
sobre todo el obispo Eusebio de Nicomedia, que también había estudiado
con Luciano de Antioquía. Al obispo de Alejandría el caso le pareció de la
suficiente gravedad para que conviniera reunir un sínodo de casi un
centenar de obispos egipcios y libios, en el cual Arrio y sus partidarios
fueron excomulgados. Como era tradicional, Alejandro envió esta sentencia
a todos los obispos de la Iglesia. Esta circular, en la que se censuraba
también a Eusebio de Nicomedia, y quizá con más vehemencia de la
necesaria, provocó una tremenda sensación. Así el emperador Constantino,
que tal vez no acababa de comprender el alcance de las doctrinas en cuestión,
pero que se interesaba ante todo por mantener la paz en la Iglesia,
decidió convocar una asamblea de todos los obispos en Nicea.
El concilio de Nicea.
Ocupó la presidencia del concilio el obispo Osio de Córdoba, que
residía en la corte imperial. El papa Silvestre había enviado a dos
presbíteros romanos como delegados, los cuales subscribieron las actas en
primer lugar después del presidente. Fuera de éstos había muy pocos
occidentales presentes. Acudieron unos 300 obispos, o sea, a lo sumo una
cuarta parte de los existentes, lo cual, empero, no fue obstáculo para que,
en lo sucesivo, el sínodo fuera considerado como representación legítima
de la Iglesia entera.
El emperador intervino personalmente en las sesiones y supo
maniobrar hábilmente cuando las deliberaciones parecían abocadas al
fracaso.
El erudito historiador eclesiástico Eusebio, obispo de Cesarea en
Palestina, propuso como esquema de la definición de fe el símbolo
bautismal de su iglesia. Era una de aquellas fórmulas análogas al antiguo
símbolo llamado apostólico, que se usaba entonces en la literatura
bautismal. La asamblea aceptó la fórmula, pero en el artículo referente a la
procedencia del Hijo respecto del Padre añadió la fórmula usada en Roma
«consubstancial al Padre», como clara condenación de la doctrina de Arrio.
Eusebio de Cesarea no estaba de acuerdo con tal adición. No porque se
inclinara al arrianismo, sino porque prefería dejar la cuestión pendiente y
acaso también porque no se daba perfecta cuenta de su trascendencia
teológica. De todos modos, se sometió junto con otros al criterio de la
mayoría y a los deseos del emperador. También Eusebio de Nicomedia
subscribió las actas. Arrio y dos obispos libios que se le mantuvieron fieles
fueron excomulgados. El concilio aprobó además diversos cánones
referentes a la disciplina eclesiástica. A los adeptos del cisma de Melecio,
que había surgido en Egipto durante la persecución de Diocleciano, se les
allanó el camino para volver a la Iglesia, y lo mismo se hizo con los
novacianos, que, como los melecianos, no se habían apartado de la doctrina
católica. Se decidió que los clérigos que se reincorporaran a la Iglesia,
incluso los obispos, conservarían sus dignidades. Para poner fin de una vez
a la antigua polémica sobre la fecha de pascua, el concilio pidió al
emperador que cuidara de establecer un calendario único por medio de una
ley imperial. Constantino pasó el encargo a la Iglesia de Alejandría, que era
la mejor provista de astrónomos, confiándole la tarea de fijar anualmente el
tiempo pascual.
El concilio de Nicea produjo una profunda impresión en toda la
Iglesia. No porque no hubiera habido ya antes grandes concentraciones de
obispos, ni porque fuera la primera vez que se condenaba una herejía, pero
que fuera el propio emperador quien convocara el sínodo, que pusiera la
posta imperial a disposición de los obispos para facilitarles el viaje, que
asistiera personalmente a las sesiones, honrara a los padres con toda clase
de pruebas de respeto y empeñara su propia persona para conservar la
pureza de la fe, todo esto parecía casi increíble a los cristianos, que como
quien dice acababan de salir de la más sangrienta de todas las
persecuciones. Entre los obispos asistentes al concilio, había muchos que
aún ostentaban en su cuerpo las cicatrices de los tormentos. El giro de los
acontecimientos había sido demasiado radical, para que todas sus
consecuencias pudieran ser favorables a la Iglesia. Los obispos, sobre todo
en Oriente, donde se veían las cosas más de cerca, sintieron desde entonces
una devoción sin límites hacia el emperador, concediéndole en todos los
asuntos eclesiásticos una confianza que pasaba ya de lo razonable. Sin
embargo, Constantino no deseaba regentar la Iglesia; era demasiado alta la
opinión que de ella tenía. Lo único que quería era actuar como su
bienhechor. Pero en la práctica vino a convertirse en el creador de aquella
curiosa situación que se conoce con el nombre de cesaropapismo y que,
bajo los sucesores de Constantino, había de inferir a la Iglesia daños apenas
inferiores a los provocados por las más duras persecuciones de los
emperadores anteriores.
De Nicea a Constantinopla (325-380).
Muchos obispos salieron descontentos del concilio de Nicea, como
Eusebio de Cesarea. Casi todos estaban contra Arrio y su negación de la
divinidad de Cristo, pero a muchos les disgustaba la expresión homoousios
= consubstancial, y temían que pudiera ser interpretada en sentido
sabeliano. Además, el concepto del magisterio de la Iglesia no estaba aún
claro en las mentes de todos; y eran muchos los que no acababan de darse
cuenta de que una vez tomada por la Iglesia una decisión en materia
doctrinal, ésta debía valer como totalmente definitiva e inalterable.
Verdad es que, mientras vivió Constantino, nadie osó levantarse
contra el concilio de Nicea y su definición. En lugar de esto empezaron en
seguida a urdirse intrigas contra los obispos que más a pechos tomaban la
propagación del credo niceno y la doctrina del homoousios. El instigador
de todas estas intrigas era Eusebio de Nicomedia, quien había caído en
desgracia con Constantino a causa de su dudosa actitud en Nicea; consiguió
empero su rehabilitación gracias al favor de la hermana del emperador y al
final vio incluso realizada su gran ambición de ser nombrado obispo de la
capital del Imperio, Constantinopla.
Eusebio de Nicomedia es el primer ejemplo de esa desagradable
clase de teólogos y prelados cortesanos, dúctiles y aduladores que en lo
sucesivo apenas faltaron nunca allí donde hubo soberanos que
ambicionaban influir sobre los destinos de la Iglesia.
En Oriente, los más activos defensores del homoousios eran los
obispos de las dos Iglesias más importantes, Eustacio de Antioquía y
Atanasio de Alejandría, quien poco después del concilio había sucedido al
obispo Alejandro. Se consiguió deponer a ambos, a Eustacio en un sínodo
reunido en Antioquía en 330, a Atanasio en uno de Tiro en 335, y
persuadieron al emperador a que los desterrara. Se obtuvo incluso que el
emperador perdonara a Arrio. Pero Arrio murió repentinamente antes de
que pudiera ser readmitido en la Iglesia, y los católicos, que contemplaban
todo este juego de intrigas con creciente repugnancia, vieron en ello la
mano de Dios.
Constancio.
Constantino murió en el año 337, después de recibir el bautismo en
su lecho de muerte de manos de Eusebio de Nicomedia. Su hijo y sucesor
Constancio era un tipo completamente distinto. No tenía el encanto
personal de su padre, aunque tampoco su vanidad, no quería ser el
bienhechor de la Iglesia, sino dominarla; no salvaguardar la paz, sino
imponer convicciones, y éstas habían de ser justamente las suyas, o sea, las
arrianas. Como su padre, no recibió el bautismo hasta poco antes de morir.
El arrianismo era para él más importante que el cristianismo. Al principio
tenía que proceder todavía con cautela, por consideración a su hermano
Constante, que gobernaba el Occidente y era niceno estricto; pero después
de la muerte de Constante, se mostró cada vez más severo contra los
católicos.
De los obispos, pocos eran los realmente arríanos. En el fondo de su
corazón lo que la mayoría habría preferido era reconocer simplemente la fe
de Nicea, pero no querían ir en contra de los deseos del emperador y
celebraban sínodo tras sínodo; no paraban de ingeniar nuevas fórmulas, en
las que casi siempre se hablaba de Cristo como hijo de Dios en los más
fervorosos tonos, pero evitando cuidadosamente el empleo de la palabra
decisiva, homoousios. Antes del concilio de Nicea, la mayoría de estas
fórmulas hubieran podido ser entendidas en sentido católico, pero después
que la Iglesia hubo tomado una decisión, todo soslayamiento consciente de
la fórmula definida tenía, por lo menos, algo de sospechoso. El emperador
no ahorró coacciones para obligar a los nicenos recalcitrantes a subscribir
una u otra de estas fórmulas propuestas como neutrales. El papa Liberio fue
forzado a venir de Roma, se le aisló de todos sus consejeros —recurso del
que más tarde había de servirse también Napoleón para coaccionar a Pío
VII— y se le sometió a toda clase de vejámenes hasta que consintió en dar
su firma. Esta debilidad le valió los reproches de Atanasio e Hilario, y más
tarde de Jerónimo. Hasta qué punto estaban justificadas tales censuras, no
podemos saberlo, puesto que no conocemos el documento firmado por
Liberio. Quizás era sólo la declaración de que reconocía la deposición de
Atanasio.
Atanasio de Alejandría fue, durante todo este tiempo, la columna de
la ortodoxia nicena. En total tuvo que salir cinco veces para el destierro. El
verdadero tema de discusión era, a menudo, más la persona de Atanasio
que la teología trinitaria. No le andaban a la zaga, ni en firmeza ni en los
vejámenes sufridos, los obispos de occidente Hilario de Poitiers, el teólogo
más agudo de la época, y Eusebio de Vercelli.
Es frecuente que se describa la situación de la Iglesia diciendo que a
mediados del siglo IV había en ella tres partidos: los arríanos propiamente
dichos, los nicenos estrictos y, entre los dos bandos, formando el partido
numeroso, los indecisos, que muchos se complacen en llamar semiarrianos.
Esta exposición no es del todo acertada. Los arríanos propiamente dichos
no formaban un partido, sino una secta; todo el mundo los consideraba
como separados de la Iglesia, y su número era muy exiguo. El supuesto
partido moderado no era en absoluto un partido que persiguiera un fin
claramente definido. Lo único que tenían en común era el deseo de no ser
arrianos, y se les hace una injusticia al llamarlos semiarrianos. Si
esquivaban el término homoousios, lo hacían generalmente en bien de la
paz.
A este grupo pertenece, entre otros, el eminente pastor de almas
Cirilo, obispo de Jerusalén, que hoy es venerado oficialmente por la Iglesia
como un santo doctor.
En lugar del discutido homoousios, muchos hacían uso de la palabra
hómoios: el Hijo es semejante al Padre. Eso era ya un reto a los arríanos, a
los que por esta razón se llamaba «anomeos», desemejantes, y podía
entenderse en sentido niceno, sobre todo cuando se le añadía «semejante en
todo», una fórmula difundida por el obispo Basilio de Ancira.
Juliano el Apóstata.
En el año 361 murió el emperador Constancio. El trono pasó al hijo
de un hermanastro de Constantino, Juliano. Había sido educado en el
cristianismo, y hasta es posible que hubiera recibido el bautismo. Mientras
gobernó su primo Constancio, que no admitía bromas en materia de
religión, Juliano se hizo pasar por cristiano. Pero una vez erigido en
soberano, declaró que sólo quería ser filósofo y dio libre curso a su odio
contra la religión de Cristo. Juliano era un general hábil y un mal
gobernante, impulsivo, susceptible, fantástico, presuntuoso, casi lo que hoy
llamaríamos un neurótico. Los historiadores modernos suelen ensalzarlo en
todos los tonos, imaginando las grandes empresas que habría llevado a
cabo si hubiera vivido más tiempo. Pero por las pruebas que dio de sí, más
bien habría que admitir que, de haber reinado más largo tiempo, hubiera
fracasado del todo.
Juliano promulgó en seguida una serie de disposiciones hostiles a los
cristianos, que sin ser edictos sanguinarios contenían, sin embargo, muchas
trabas jurídicas, exclusiones de los cargos superiores, y de los altos centros
de cultura y donde se exigía la devolución de los subsidios que desde
Constantino habían sido concedidos a los fondos benéficos de las iglesias.
Al propio tiempo intentó organizar comunidades religiosas paganas. La
cristiandad fue presa de un indescriptible pánico. Todo el mundo temía
encontrarse con un nuevo Decio o un nuevo Diocleciano. Pero Juliano cayó
guerreando contra los persas tras dos años escasos de gobierno.
Juliano, que con toda su enemiga a la nueva religión gustaba de
revestir una máscara de imparcialidad y justicia, había desde un principio
levantado el destierro de todos los obispos exilados, con el fin oculto de
atizar aún más con esta medida la inquina entre católicos y arríanos. En
realidad, aquella disposición condujo a la victoria de los católicos. Los
arríanos nunca habían sido muy numerosos y después de la muerte de
Constancio habían perdido todo el apoyo oficial. La única dificultad que
quedaba era la de reconciliar a los numerosos obispos católicos que
discutían sobre el homoousios y el homoios y se acusaban mutuamente de
herejía. Pero el pánico despertado por el neopaganismo de Juliano
contribuyó a inclinarlos a todos hacia la concordia.
Hilario regresó a la Galia una vez levantado el destierro y en un
sínodo celebrado en París consiguió que todos los obispos galos se
pronunciaran en favor del homoousios. Se permitió, sin embargo, el uso del
término homoios para expresar que el Hijo es Dios verdadero como el
Padre. Hacia este mismo tiempo coincidieron en Alejandría, Atanasio y
Eusebio de Vercelli, a la vuelta de su destierro. En una conferencia en la
que tomaron parte también otros obispos, se adoptaron las directrices para
obtener la reconciliación general. Hasta entonces el escollo principal había
consistido en que muchos obispos se creían obligados a suspender la
comunión no sólo a los arríanos, sino a todos los que comulgaban con
arríanos o con sospechosos de arrianismo, aunque a menudo lo hacían sólo
cediendo a la presión del gobierno. Decidióse, pues, que debían
considerarse pertenecientes a la comunión católica todos los obispos que no
hubieran suscrito una fórmula de fe realmente arriana, prescindiendo de
con quién hubieran comulgado en aquella época de confusión y de presión
oficial. Eso sí, ahora debían pronunciarse inequívocamente por el símbolo
de Nicea. Se dieron además instrucciones sobre el uso de determinados
términos técnicos teológicos, que salían a cada momento en los debates
sobre materias de fe, especialmente «naturaleza» y «persona». Dada la
distinta significación que estas palabras tenían en latín y en griego, sin
cesar se producían malentendidos.
Para difundir estas tesis la conferencia eligió, para Oriente, al obispo
Asterio de Petra, y para el Occidente a Eusebio de Vercelli. El papa Liberio
declaró al punto su conformidad; la Galia estaba ya ganada por Hilario, y
se adhirieron además España, Macedonia, Grecia y otros países.
Este espléndido resultado había que agradecerlo ante todo al anciano
Atanasio, quien demostró con su conducta que en modo alguno era el
fanático que muchos decían, y que sus cuidados se centraban sólo en la
salvaguarda de la fe y el bien de la Iglesia, sin pensar en la humillación de
sus adversarios. A partir de entonces reinó la paz en Occidente. Apenas se
hablaba ya de arrianismo. En Oriente las cosas no discurrieron tan
suavemente, pues el obispo de Constantinopla, Macedonio, formuló una
nueva doctrina, y el emperador Valente volvió a creerse obligado a
favorecer a los arríanos. Pero Valente cayó en la batalla de Adrianópolis,
librada contra los godos. Su sobrino y sucesor, el joven Graciano, que
estaba bajo el influjo de san Ambrosio de Milán, nombró corregente a
Teodosio, un gran político que estaba sin reservas al lado de la fe católica
y del concilio de Nicea. Teodosio convocó en 380 un gran sínodo en
Constantinopla. Acudieron a él las mentes más relevantes de todo el ámbito
griego: Melecio de Antioquía, Timoteo de Alejandría, Cirilo de Jerusalén,
Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa y su hermano Pedro de Sebaste,
Anfiloquio de Iconio, Diodoro de Tarso. Las sesiones tomaron un sesgo
tormentoso, no a causa de la doctrina, pues todos aceptaban la profesión de
fe nicena, sino por cuestiones personales. A tal extremo llegaron las. cosas,
que san Gregorio Nacianceno dimitió su dignidad de obispo de
Constantinopla y se retiró del concilio. Sin embargo, el concilio de
Constantinopla significó el fin del arrianismo. La herejía se mantuvo sólo
fuera de los límites del imperio, entre los godos, y había de tener todavía su
importancia entre los pueblos germánicos.
Los concilios ecuménicos.
No poseemos las actas del concilio de Constantinopla, como
tampoco las del de Nicea. No es posible, pues, comprobar si el texto del
símbolo que hasta hoy se ha venido usando en la liturgia latina de la misa
fue realmente fijada en este concilio. Lo seguro es que el concilio definió la
divinidad del Espíritu santo, cerrando así definitivamente la cuestión
trinitaria. Es, por consiguiente, verosímil que la ampliación del credo de
Nicea con el artículo sobre el Espíritu santo fuera adoptada en este sínodo.
Sin embargo, este credo ampliado no aparece hasta el concilio de
Calcedonia, en 451, donde también por primera vez se calificó de
«ecuménico» al concilio de 380. En el Occidente el concilio de
Constantinopla no fue contado entre los ecuménicos hasta el siglo VI, y aun
entonces sólo se reconocieron los decretos dogmáticos, no los cánones
disciplinarios.
El concepto de concilio general o ecuménico, como la más solemne
expresión del magisterio de la Iglesia, se ha ido formando poco a poco. En
un principio no estaban bien determinadas las condiciones necesarias para
que un concilio tuviese el carácter de ecuménico. De seguro que no es el
número de los obispos asistentes, ni tampoco que estén representadas
determinadas sedes episcopales, por ejemplo, todos los metropolitanos o
patriarcas. En el concilio de Constantinopla de 380 ni siquiera asistieron
delegados del papa. Tampoco es esencial la forma como se ha reunido el
concilio, o la persona que lo ha convocado. Los concilios ecuménicos de la
antigüedad, en la práctica eran convocados por los emperadores. El único
elemento decisivo es el que los acuerdos de un concilio sean reconocidos
por el papa, sea en el propio sínodo, sea al menos por ratificación ulterior.
Sin embargo, tenemos también casos en que los papas hicieron suyos los
decretos de un concilio, sin conferirle por eso el carácter de ecuménico,
como en el sínodo de Orange de 529 con sus importantes decretos contra
los semipelagianos.
Hasta hoy se admiten como ecuménicos veinte concilios. La
importancia histórica de cada uno es muy distinta. Su celebración está
perfectamente de acuerdo con la constitución de la Iglesia, pero dentro de
esta constitución no representan un elemento necesario. A la Iglesia no
puede planteársele ninguna cuestión cuya solución exija de un modo
exclusivo la celebración de un concilio ecuménico.
Significación de la lucha contra el arrianismo.
Es frecuente que modernos historiadores profanos describan las
«polémicas» doctrinales del siglo IV dando a entender que su significación
interna era nula, y a su propósito dejan caer palabras despectivas, como
«cuestiones bizantinas» y «disputas de clérigos». Sólo puede hablar así el
que no tenga la menor noción de lo que es el cristianismo. Empieza por no
ser del todo correcto llamar al conjunto una polémica. Era, en realidad, una
lucha defensiva, en la que la Iglesia se defendía de una herejía, y muy
peligrosa por cierto. El arrianismo, cuya doctrina fundamental era la
negación de la divinidad de Cristo, hacía de la religión cristiana, en el
mejor de los casos, un monoteísmo filosófico, del que quedaban excluidas,
o sólo eran admitidas en forma desfigurada, las verdades reveladas de la
encarnación, la redención, la gracia y los sacramentos. En realidad, la lucha
no versaba sobre palabras, como homoousios y homoios, «consubstancial»,
«semejante o desemejante en esencia». Lo que estaba en juego eran los
dogmas fundamentales del cristianismo, ocultos detrás de aquellos
términos. Tal es la naturaleza de nuestra religión, que un sólo error en un
dogma fundamental echa por los suelos no solamente el sistema doctrinal,
sino también el tipo cristiano de vida.
No hay que pensar, por otra parte, que la vida cristiana en el siglo IV
se viera efectivamente conmovida hasta sus últimos cimientos. Había un
gran peligro de que tal cosa ocurriera, pero se consiguió conjurarlo. El
pueblo católico apenas fue afectado por las» herejías, a pesar de que
algunos, e incluso muchos obispos, suscribieran fórmulas de fe de índole
dudosa, diremos más, aunque los hubo que interiormente estaban por la
herejía. San Hilario describe esta situación ingeniosamente y no sin un
cierto humor: Ni siquiera los obispos más arríanos se atreven a negar ante
el pueblo la divinidad de Cristo. Usan la palabra «Dios» en un sentido figurado,
pero el pueblo la entiende en su sentido propio. Hablan de Cristo
como Hijo de Dios, en el mismo sentido en que se dice que todos los
cristianos se convierten en hijos de Dios por el bautismo, pero el pueblo
entiende una verdadera filiación. Dicen que el hijo de Dios existía antes
que todo tiempo, y quieren decir que fue creado antes que todas las demás
criaturas, mas el pueblo entiende que existe desde la eternidad. «Así los
oídos de los fieles son más santos que los corazones de los obispos»
(Contra Auxentium, c. 6).
Es verdad que, a la larga, la herejía hubiera acabado penetrando las
mentes de todos. Los obispos más clarividentes se preocupaban sobre todo
de que en la liturgia no se escurrieran fórmulas de rezo susceptibles de ser
interpretadas en sentido arriano, y cuidaron de eliminar las fórmulas
tradicionales que se prestaban a ser entendidas como favorables a la
herejía. La antigua doxología: «Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu
santo» había sido considerada antes como perfectamente inocua; pero como
los arríanos veían en ella una subordinación de la segunda y tercera
personas divinas a la primera, san Atanasio, san Basilio y otros se
esforzaron para que fuera substituida por la fórmula completamente
inequívoca «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu santo».
Así pues, se llegó a tiempo de atajar este peligroso error,
derrotándolo en toda la línea, antes de que tuviera ocasión de echar
profundas raíces. Pero la Iglesia sacó gran provecho de estas luchas
defensivas, fenómeno que en lo sucesivo pudo observarse también a
menudo. En la lucha contra la herejía se había formado una generación de
teólogos, cuya acción muy pronto rebasó con mucho el tema que había
dado origen al conflicto. Al desaparecer el arrianismo empieza en la Iglesia
un período de riquísima vida intelectual, período que aunque sólo duró
unos decenios, dio frutos de los que vivimos aún hoy: la época de los
grandes padres de la Iglesia.
Fuente: LUDWIG HERTLING, S. I.; Historia de la Iglesia. (Página 73 pdf en adelante).