1. ¿QUE ES UN PROFETA?
La palabra `profeta' es una palabra griega; esto quiere decir que en la literatura hebrea emplearían otra expresión para designar esta realidad. Efectivamente, el término empleado en hebreo es el de `nabi', que unos traducen `el llamado', y otros `el enviado', `el que anuncia'. Este vocablo hebreo fue traducido por los 70 con el término griego `profetas', palabra compuesta del verbo femí' (= decir) y la partícula `pro' que significa `antes o `en lugar de'. Vulgarmente se suele entender por `profeta' al que `predice', pero en el sentido bíblico es, sobre todo, `el que habla en lugar de otro', aquí concretamente `en lugar de Dios'; es el que transmite al pueblo los mensajes de parte de Dios. En la Escritura encontramos también otros nombres; como `vidente', `hombre de Dios'.
A través de estas diversas expresiones podemos llegar a definir a los profetas bíblicos en estos términos: fueron antiguos israelitas, hombres y mujeres, que, conscientes de haber sido especialmente llamados, con sus gestos carismáticos y palabras -muchas puestas luego por escrito- intervinieron en la historia de su pueblo, interpretando, desde una perspectiva divina, momentos determinados de la historia, iluminando, a la luz de la Alianza, sus exigencias concretas, rectificando desviaciones y, en coyunturas difíciles, levantando los ánimos hacia futuros esperanzadores. Por su impulso interno, son `hombres de fe enorme' en Yahvé, y por su orientación `ministerial' son hombres de `apasionado celo' religioso.
59
2. EL PORQUE DE LOS PROFETAS
En todas las culturas del entorno de Israel: Egipto, Mesopotamia, Siria, Canaán... se habían producido fenómenos similares de hombres inspirados: videntes, adivinos, agoreros..., que se decían en contacto con la divinidad para transmitir sus mensajes; la misma Biblia nos ofrece testimonio de su existencia: Balaam (Nm 22-24), los 450 profetas de Baal que comían de la mesa de Jezabel (1 R 18, 19).
Dentro de ese contexto, y superándolo, surge el movimiento profético en Israel, con unas características muy concretas y con una envergadura, sobre todo en algunas épocas, que constituye una de las realidades más significativas dentro de la historia de Israel. Esto tiene lugar, sobre todo, cuando establecido el pueblo hebreo en Palestina, y en contacto con los cultos cananeos, experimenta la constante tentación del politeísmo circundante.
Es entonces cuando Dios suscita a los profetas para que, como conciencia crítica, denuncien, con sus intervenciones, las desviaciones religiosas y la infidelidad a la Alianza.
El auténtico profeta en Israel es un vocacionado; no parte de él la iniciativa sino de Dios, que le compromete, aun a pesar suyo; su misión es difícil y poco popular; tendrá que enfrentarse con el pueblo y con las autoridades; muchas veces no le harán caso e incluso sufrirá la persecu-ción.
Este llamamiento de Dios se dirige a personas de toda condición social: del orden sacerdotal, como Jeremías y Ezequiel; de familia acomodada, como Isaías; un simple vaquerizo, como Amós...; es Dios quien les otorga la capacidad para su misión.
3. MARCO HISTORICO DEL PROFETISMO
En la Biblia encontramos un bloque de libros que llamamos proféticos; sin embargo, el fenómeno del profetismo supera al de los libros proféticos, ya que hubo muchos profetas que no escribieron nada y de cuyos oráculos nadie tomó nota. Esto nos lleva a hacer una división entre profetas no escritores y profetas escritores:
a. Profetas no escritores
Es impreciso el punto de partida, ya que, de alguna manera, podemos considerar profeta a Abraham, y así es llamado en el Génesis (20, 7); igualmente a Moisés, del que se dice al final del Deuteronomio: "No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahvé trataba cara a cara" (Dt 34, 10); y en tiempo de los Jueces, Débora recibe también el título de profetisa (Jc 4, 4).
Pero es con Samuel (s. XI a. C.) con quien se pone en movimiento el fenómeno del profetismo, que en esta su primera fase se extenderá hasta el s. VIII. De hecho la Biblia hebrea está dividida en tres grandes bloques de libros: la Ley, los Profetas y los Escritos; pues bien, el bloque de los Profetas se subdivide en dos apartados: profetas anteriores, y bajo este epígrafe se contienen los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes: y profetas posteriores, título que incluye todos los libros que nosotros denominamos simplemente como profetas. Tras Samuel, y ya en tiempos de David, recordamos a los profetas Natán (2 S 7, 2s; 12, I s; etc.), Gad (2 S 24, 11); posteriormente, a Ajías de Silo (I R 11, 29), a Semaías (I R 12, 22), etc., hasta llegar a las dos grandes figuras del profetismo: Elías y Eliseo (s. IX), cuya actuación recogen largamente los libros de los Reyes (I R 17 - 2 R 13).
b. Profetas escritores
A partir del s. VIII comienza la serie de los llamados profetas escritores o profetismo clásico o edad de oro de los profetas, por cuanto que nos han quedado consignados por escrito los mensajes que transmitieron. Este período se extiende desde el s. VIII al s. V; se inicia en el reino de Israel con las figuras de Amós y Oseas (a partir del 760) y en Judá con Isaías y Miqueas (a partir del 740), y finaliza con Malaquías (Joel?) quien ejerce su actividad hacia el 450.
En nuestras Biblias aparecen los profetas divididos en mayores y menores; división motivada exclusivamente por la mayor o menor extensión del escrito. En el primer grupo figuran Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; y en el segundo los doce restantes profetas: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías. A continuación, y como un apéndice de Jeremías, figura también el pequeño libro de Baruc, su amigo y secretario.
60
Aunque catalogados todos ellos como libros proféticos, no todos lo son en realidad. El libro de Daniel y parte de Joel y Zacarías tienen más bien un carácter apocalíptico. Jonás es, como ya sabemos, un relato de índole didáctica.
El orden en que figuran los libros proféticos en la Biblia no es cronológico; más bien habría que ordenarlos así:
S. VIII: en Israel, Amós y Oseas; en Judá, Isaías y Miqueas. S. VII-VI: Sofonías, Nahún, Habacuc y Jeremías.
S. VI (exilio babilónico): Ezequiel y Deutero-Isaías.
S. VI-V: Ageo, Zacarías, Trito-Isaías, Abdías, Malaquías, Joel.
El hecho de que designemos profetas escritores a los autores de estas profecías puede inducirnos a engaño. La diferencia entre profetas no escritores y profetas escritores no estriba tanto en que unos no escribieron y otros sí escribieron, sino en que de los segundos tenemos consignadas por escrito sus profecías, cosa que ocurrió a partir del s. VIII; lo que no quiere decir que fueran ellos mismos quienes las escribieron. El profeta no era propiamente un escritor sino un predicador; sin duda que pudo escribir él mismo o pudo dictar, sin embargo los libros proféticos, tal cual hoy los encontramos, fueron pasando por diversas manos de discípulos y recopiladores, quienes distribuyeron el material, no por orden cronológico, sino según unos criterios muy convencionales que hoy a nosotros se nos escapan y nos resultan con frecuencia desorientadores.
4. MENSAJE DE LOS PROFETAS
¿Cuál es de hecho el contenido de estos escritos proféticos? En los libros de los profetas es frecuente encontrar tres suertes de materiales: colecciones de palabras o de discursos del profeta, relatos autobiográficos que provienen de él mismo y relatos o datos biográficos que provienen de otros sobre él. Naturalmente, la parte principal es la primera, el material profético. Al dar la definición de profeta se dijo que "intervinieron... iluminando, rectificando, levantando los ánimos". El contenido, pues, del material profético responde a una de estas tres actitudes, y en el conjunto de cada profeta podemos encontrar la suma de esas tres facetas. Tendían a colocar los oráculos de amenaza al principio de cada libro, y los de salvación al final; en medio situaban los oráculos contra los gentiles. Al hacerlo así expresaban su confianza en la restauración de un Israel redimido mediante la derrota de los enemigos de Dios y de su pueblo.
Otros comentaristas colocan el contenido profético bajo estos tres epígrafes: denuncian - exhortan - prometen:
- Denuncian:
• La idolatría. Los cultos cananeos son, durante la monarquía, una tentación constante para las autoridades y el pueblo; por eso la denuncia es también constante, al mismo tiempo que reclaman la fidelidad a Yahvé.
• La injusticia. Los pecados sociales son igualmente objeto incesante de la denuncia profética: frente a los comerciantes sin conciencia, frente a los jueces corrompidos, frente a la explotación de los pobres, frente al lujo, la molicie, la disolución.
• El culto vacío.
- Exhortan a la conversión, ya que el Dios qué espera al pueblo arrepentido es un Dios misericordioso: "Lavaos, limpiaos, desistid de hacer el mal... Así fueren vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán" (Is 1, 16-18). La conversión a la que invitan no es la subversión; la revolución que predican es una conversión interna, del corazón.
- Prometen. El castigo no es la última palabra; siempre queda brillando una esperanza, que se va realizando periódicamente a través de ese `resto' que se libra del peligro presente y entra en posesión de la salvación final.
Fuente: Profetas y profetismo. (página 59ss)
martes, 17 de octubre de 2017
Monarquía I.
1.- Datos históricos
Ya hemos visto cómo la conquista de Canaán fue lenta y progresiva. Poco a poco, las tribus se van instalando en la Tierra prometida. Durante bastante tiempo -unos 200 años- cada tribu conserva su autonomía y su independencia. Pero se sienten hermanas, aglutinadas por un vínculo religioso en torno al principal santuario común en Silo donde también hay una especie de consejo de ancianos para dirimir los posibles litigios entre las tribus. Esta hermandad se expresa también en la ayuda militar que se prestan mutuamente cuando alguna de las tribus se encuentra amenazada por los enemigos de alrededor. Esta es la situación que refleja el libro de los Jueces.
Sin embargo, esta situación es bastante precaria. Y se percibe sobre todo ante la amenaza y la presión de los filisteos. Este pueblo llegado a Palestina poco después de los hebreos e instalados en la franja costera suroccidental, pretende hacerse dueño del territorio ocupado por las tribus israelitas. Ante la presencia de este enemigo, superior en fuerza y en técnica guerrera, las tribus deciden unirse bajo una cabeza común. Esto ocurre a finales del siglo XI a.C., cuando Samuel unge a Saúl como primer rey de Israel.
Tras una serie de actuaciones fulgurantes que consolidan al pueblo de Israel, Saúl cae en desgracia; una serie de actuaciones desacertadas, fruto de su desequilibrio psíquico -usurpación de las funciones sacerdotales, persecución de David, asesinato de los sacerdotes de Nob...- le hacen caer en descrédito. Cuando mueren él y su hijo Jonatán luchando con los filisteos en los montes de Gelboé, David es aclamado rey.
David reina en Hebrón durante siete años como rey de Judá, pero finalmente es aceptado como rey también por las tribus del norte. Con David se afianza la unidad de las tribus y el poderío de Israel. Conquista los enclaves cananeos que todavía permanecían en el territorio israelita desde la época de la entrada de las tribus en Canaán. Conquista Jerusalén y la convierte en capital religiosa y política de Israel con gran acierto, pues hace de bisagra entre las tribus del norte y las del sur. Sobre todo, libera a Israel de manera definitiva de la presión de los filisteos, convirtiéndolos en vasallos. Finalmente, unificado y consolidado el reino, la emprende con los enemigos de alrededor que tanto habían molestado a Israel en épocas anteriores; así somete a Amón, Moab, Edóm, las tribus arameas y los sirios.
Por medio del profeta Natán, Yahveh sella alianza con David (2 Sam. 7), concretando la alianza establecida con todo el pueblo y prometiéndole que sus descendientes reinarán por siempre como ungidos de Yahveh.
A David le sucede su hijo Salomón, que conserva la unidad y estabilidad del reino, alcanzando un notable desarrollo económico y construyendo el templo de Jerusalén. Pero a su muerte (año 931 a.C.), se derrumba la unidad política con el cisma de Jeroboam, constituyéndose dos reinos, el del norte o de Israel (que durará hasta que en el año 721 caiga en manos de los asirios) y el del Sur o de Judá (que durará hasta el año 587, en que será conquistado por los babilonios). A partir del cisma ambos reinos seguirán caminos paralelos, a veces aliados y a veces enfrentados.
En realidad, el descontento ya existía durante el reinado de Salomón. El lujo y la fastuosidad de su corte le llevaron a exigir impuestos desmedidos e incluso prestaciones personales. A su muerte, las tribus del norte exigen a su hijo Roboán una mejora de las condiciones de vida; pero como el nuevo rey no accede, mostrándose inflexible, las diez tribus del norte se rebelan y se independizan acaudillados por Jeroboam.
2.- Infidelidad del pueblo y fidelidad de Dios
El libro de los Jueces interpreta la etapa que nos relata desde una perspectiva simple pero esencial (Jue. 2,11-19): una y otra vez el pueblo se aparta de su Dios cayendo en la idolatría y entonces Yahveh los entrega en manos de sus enemigos; ante las calamidades que le afligen el pueblo clama a su Dios y este les envía un juez que les liberte.
Dentro de su simplismo está subyaciendo algo fundamental: que a lo largo de su historia el pueblo es infiel una y otra vez y que Yahveh, en cambio, permanece fiel hasta el punto de que se sirve de las mismas calamidades que afligen al pueblo -fruto de sus propias opciones y de su alejamiento de Dios- como reclamo para que el pueblo recapacite y vuelva a su Dios (cfr. en este sentido el precioso texto de Os. 2).
Y en la etapa de la monarquía la historia se repite. El pueblo cae en el peligro advertido en Dt. 8,7-20: en vez de acoger la Tierra y todo lo que conlleva como don de Dios que debe conducirles a bendecir a Yahveh, el pueblo se apropia ese don, se hace autosuficiente, se instala en la Tierra y se olvida de su Dios; la consecuencia es que al olvidar a Yahveh y desoír su voz, al dar culto a otros dioses, el pueblo acaba pereciendo. Pero el pueblo no aprende la lección. Y el segundo libro de los reyes explicará que la ruina definitiva del reino de Israel se deberá a los reiterados pecados del pueblo y de sus reyes (2Re. 17,7-23). Pese a lo cual triunfará la fidelidad de Dios y su misericordia, pues el mismo destierro servirá a Israel de purificación y renovación, como veremos.
3.- Yahveh Rey y su Ungido
Varios salmos (p. ej. 93,96,97,99) aclaman a Yahveh como rey. Con su profundo sentido religioso el pueblo de Israel estaba convencido de que ellos eran un pueblo santo, un reino de sacerdotes (Éx. 19,6) y que el Señor era su único Soberano.
Por eso se entienden las resistencias a tener un rey humano. Cuando al ver las campañas realizadas en favor del pueblo, los israelitas quieren proclamar rey a Gedeón, este responde: «No seré yo el que reine sobre vosotros, ni mi hijo; Yahveh será vuestro rey» (Jue. 8,23). Y cuando a Samuel anciano le piden un rey para ser como los demás pueblos, Dios mismo le dice: «no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos» (1Sam. 8,7).
Sin embargo, al mismo tiempo el propio Samuel acaba entendiendo que las circunstancias históricas piden una nueva organización del pueblo y que en ellas se manifiesta la voluntad de Yahveh. Unge rey a Saúl, a quien Yahveh mismo ha elegido (1Sam. 9), quedando como persona consagrada, instrumento y representante personal del Señor. Y después de él, David y los demás reyes de Israel serán también ungidos y constituidos lugartenientes de Yahveh. Los reyes de Israel tendrán no sólo el poder militar y el gobierno, sino también el judicial (la primera cualidad de un rey es ser justo: Sal. 72,1-2; Prov. 16,12) e incluso será responsable del culto (2Sam. 24,25) y llegará a realizar actos sacerdotales (2Re. 16,12-15).
Entre estos dos aspectos no hay en realidad contradicción. Si por un lado el rey es representante personal de Yahveh, hasta el punto de ser adoptado por Él como hijo (Sal. 2,7); 110,3) y de que su persona encarna el bien de sus súbditos y de que la prosperidad del país depende de él (Sal.72), por otro lado tampoco es un dios (cfr. 2Re. 5-7; Ez. 28, 2.9); a diferencia de lo que ocurría en otros pueblos vecinos en que el rey era divinizado -el ejemplo más claro es Egipto-, la religión de Israel con su fe en Yahveh, Dios personal, único y trascendente, hacía imposible toda divinización del rey. El rey era representante personal de Yahveh: nada menos, pero nada más. La unción engrandecía al rey, pero a la vez le relativizaba, siendo Yahveh el único Rey. Cuando un rey humano pretenda usurpar el lugar de Dios y deje de respetar los derechos de Dios será duramente juzgado, pues aunque es persona sagrada no es intocable: según su fidelidad a la alianza, los profetas se encargarán de realizar ese juicio.
4.- David, el Rey
Después del fracaso y la decepción del reinado de Saúl, David encarnará el ideal de la monarquía, conciliando el aspecto profano con el religioso y su condición de jefe político con la de ungido de Yahveh.
En él resalta en primer lugar la elección gratuita y libre por parte de Dios. David es un muchacho que pastorea el rebaño de su padre; es el más pequeño de los hijos de Jesé. Y sin embargo es el elegido por Yahveh como rey de su pueblo. Dios no elige al más fuerte, al que se encuentra humanamente más preparado, sino lo más débil, para manifestar su poder en la debilidad (cfr. 1Cor. 1,26-31; 2Cor. 12,8-10):»la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón». (1Sam. 16,7).
Ciertamente David cometerá pecados (2Sam. 11;24). Pero su grandeza consistirá en permanecer delante de Dios, en no enorgullecerse: «Mi Señor Yahveh, ¿quién soy yo y qué es mi casa para que me hayas traído hasta aquí?» (2Sam. 7,18). Su fuerza le viene de Dios, del espíritu de Yahveh que le unge y hace de él otro hombre (1Sam. 16,13; cfr. 10,6).
Esto se pone de relieve particularmente en el combate contra Goliat (1Sam. 17), episodio que resulta emblemático de toda la vida y actividad de David. El pueblo de Israel es atacado por un enemigo superior a sus fuerzas que le hace temblar (v. 11). Pero el desprecio y agresión al pueblo de Dios (v. 10) es en realidad desprecio y agresión a Yahveh mismo (v. 36). Por eso David se lanza a la batalla en notable inferioridad (vv. 38-44) pero contando con el auxilio de Yahveh (v. 37), como él mismo proclama: «Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en mis manos... y sabrá toda la tierra que Israel tiene un Dios, y toda esta asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yahveh, porque este es un combate de Yahveh y os entrega en nuestras manos» (vv. 45-47).
Además de su grandeza de ánimo perdonando la vida de Saúl que pretendía eliminarle a él y respetando al «ungido de Yahveh» (1Sam. 24,7.11;26,9.16), destaca también su adhesión a la voluntad de Dios manifestada en los acontecimientos; con ocasión de la revuelta de su hijo Absalón, exclama: «Si he hallado gracia a los ojos de Yahveh, me hará volver y me permitirá ver el arca y su morada. Y si Él dice: ‘No me has agradado’ que me haga lo que mejor le parezca» (2Sam. 15,25-26; cfr. 16,9-12).
5.- Jesús, hijo de David
A través del profeta Natán la alianza de Yahveh con todo el pueblo se concreta en alianza con David y su descendencia (2 Sam. 7). La promesa, que inmediatamente se refiere a un hijo concreto de David, su sucesor Salomón, tiene una amplitud incomparable: «Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí y tu trono estará firme eternamente» (cfr. Sal. 89; 1Cron.17).
Ante la experiencia reiterada de reyes malvados e ineptos, ante el hecho de que ningún sucesor de David cumple la esperanza recogida en esos textos, y dado que los textos mismos están abiertos a una plenitud mayor, poco a poco se va abriendo camino la esperanza de que irrumpirá el poder de Yahveh suscitando un sucesor de David con el que se realizará plenamente la esperanza mesiánica. Tanto los profetas (Is. 7,14-17; 9,1ss; 11,1ss; Ez.34, etc.) como los salmos reales (Sal. 2; 72; 110;) apuntan a un Rey, Sacerdote e Hijo de Dios, que establecerá un reinado eterno y universal realizando la restauración de todo.
Cuando haya desaparecido la monarquía davídica, este ideal mesiánico se irá aquilatando y purificando; ya no se esperará un monarca más, por perfecto que fuera, sino un rey ungido por Yahveh a través del que Dios mismo actuará con todo su poder realizando su plan de salvación en favor de su pueblo, salvándole no ya de los enemigos políticos, sino del pecado y de todas sus consecuencias.
Esta expectativa, que se fue intensificando con el paso de los siglos, se
ha cumplido en Jesús. Él es el hijo de David (Mt. 1,1.20; Lc. 1, 27.32) y como
tal es reconocido por el pueblo sencillo (Mt. 2,1-6; 21,9); sin embargo, a la
vez que hijo, es Señor de David (Mc. 12,35-37). Él es el Ungido (= Mesías =
Cristo), sobre el que reposa en plenitud el Espíritu de Dios (Mc. 1,10; Lc.
4,18) hasta el punto de poder bautizar a todos con Espíritu Santo (Mc. 1,8). Él
es plenamente Rey, aunque ciertamente su reino no es de este mundo (Jn.
18,33-37); no se realiza por el dominio despótico y tiránico sobre los demás,
sino mediante el servicio y el don sacrificado de la propia vida (Mc. 10,
41-45). Si Jesús rechaza el título de Rey, de Mesías, de hijo de David, durante
su vida en condición terrena es por las implicaciones político-nacionalistas
que suponía. En cambio, después de su muerte, resurrección y ascensión Jesús es
entronizado y exaltado por Dios a su derecha como Rey (Hech. 2,22-36; Fil.
2,6-11); ahora puede ser proclamado abiertamente Rey, aunque su reino sólo
alcanzará su consumación plena al final de los tiempos cuando Dios sea todo en
todos y reine poniendo a todos sus enemigos bajo sus pies (1Cor. 15, 23ss;
Col. 3,1; Ap. 22,4-5.16)
6.- Textos principales
Jueces 1-2: 6-8
1 Samuel 1-2; 16-17; 24; 26
2 Samuel 1-2; 5-7; 11-12; 15-19; 24
1 Crónicas 22
Salmos 2; 18; 45; 69; 72; 110
Isaías 7-11
Ezequiel 17; 34
Fuente: Ungidos de Yahvé.
El libro de los jueces.
I. ¿QUIÉNES SON LOS JUECES? El título del segundo libro histórico del AT después de Jos —o, según el canon hebreo, del segundo de los llamados "profetas anteriores"— se deriva del apelativo sopetim ("jueces"), apelativo que engloba a los diversos personajes cuyas gestas se mencionan.
El término "juez" tiene un significado particular; en nuestro libro (= Jue) designa a una persona escogida por Dios, dotada de un particular carisma y temperamento, llena de espíritu divino para una acción salvífica concreta, es decir, la liberación de los enemigos. Después de la victoria, cada uno de los jueces gozaba de cierta veneración en el terreno religioso, suscitando en el pueblo una mayor fidelidad a la alianza. La autoridad del juez no tenía ningún carácter regio: no daba leyes ni imponía tributos, su cargo era temporal, no se transmitía a sus sucesores ni se confería mediante una elección popular. Los jueces administraron ciertamente justicia en el sentido habitual de esta expresión, pero éste era un aspecto secundario de su oficio; la misma raíz hebrea safat, de donde se deriva el término "juez", tiene un significado más bien práctico que teórico: "establecer" el derecho más bien que "decir" el derecho; de forma que sería más exacto hablar en este caso de "salvadores" (Jue 2,16; 3,9.15; etc.). Regularmente la "judicatura" no se extendía más allá de los confines de una sola tribu; solamente Elí y Samuel gozaron de una autoridad más amplia; pero, a diferencia de los demás jueces, éstos no fueron guerreros ni jefes de ejército, y de ellos se habla en lSam. Las hazañas de los jueces, normalmente victoriosas, eran de breve duración; no se registran hechos bélicos de largo alcance ni conquistas de carácter notable; sus acciones eran de tipo defensivo y se diferenciaban —aunque sin eliminarlos— del sentimiento de inquietud y del individualismo propios de aquella época.
II. EL LIBRO. Jue es la historia, sobre todo religiosa, que va desde la muerte de / Josué hasta el establecimiento de la monarquía en Israel; efectivamente, con Jue enlazan unidos en ciertos aspectos los capítulos 1-12 de ISam, que tratan de Elí y de Samuel.
1. ARGUMENTO GENERAL. La obra ofrece un florilegio esquemático, no ya una narración ligada y continua. Es una historia pragmática, con la que el autor-redactor quiere ilustrar el concepto fundamental de la justicia divina para con el pueblo de la alianza; por medio de los vecinos hostiles, Dios castiga a Israel cada vez que se muestra infiel. Con esta finalidad el autor escoge seis cuadros, en los que se detiene unos momentos con desigual selección de episodios (son los casos de los llamados `jueces mayores"), y otros seis cuadros más breves, de los que sólo se trazan las líneas generales sin ningún detalle particular (son las historias de los "jueces menores"). Tenemos de este modo una serie de doce jueces, número correspondiente a las doce tribus. Como se verá mejor a continuación, el libro es ante todo una lección, el resultado de un replanteamiento profético deuteronomista sobre un período histórico que suele situarse entre el año 1225 y el año 1040, poco más o menos.
2. ANÁLISIS. Resulta espontánea la división del libro en tres partes, más otra introductoria y dos apéndices.
a) Las introducciones (1,1-3,6). Son claramente dos, cada una con su propia peculiaridad. La primera (1,1-2,5) tiene un carácter histórico-geográfico. Resume la distribución de la ocupación de la tierra de Canaán: en el sur, las tribus obtuvieron éxitos en la montaña y fracasos en el llano; la tribu de Benjamín no consiguió conquistar Jerusalén; en el centro, las tribus de Efraín y de Manasés fracasaron en sus ataques contra cinco metrópolis cananeas (Betsán, Tanac, Dor, Yibleán y Meguido) y contra Guézer; al norte se registraron éxitos parciales y algunos fracasos, y la pequeña tribu de Dan, cuando llegó a la llanura marítima, no consiguió instalarse en ella. En conjunto, la situación que se presenta es muy realista, sobre todo si se la compara con algunas páginas de Jos.
La segunda introducción es de tipo doctrinal (2,11-3,6). Sirve de nexo entre las dos un párrafo de notable interés (2,1-5), donde el autor anuncia una explicación religiosa de los fracasos y compara el comportamiento religioso del pueblo bajo Josué con el de la época que aquí le interesa. Es éste precisamente el tema que desarrolla la segunda introducción: el motivo fundamental de los fracasos se ha de buscar en el comportamiento de Israel frente a los pueblos vecinos: ha hecho alianza con ellos y ha dado acogida a sus cultos.
b) Historia episódica de los jueces (3,7-16,31). Los jueces menores son Sangar (3,31), Tolá (10,1-2), Yaír (10,3-5), Ibsán, Elón, Abdón (12,8-15). Los jueces mayores son Otoniel (3,7-11), Ehud (3,12-30), Débora y Barac, Gedeón, Jefté y Sansón.
No está muy desarrollada la narración sobre la judicatura de Débora y Barac (4,1-24), a pesar del notable interés literario y religioso que tiene el cántico de Débora (5,1-31).
Por el contrario, se concede amplio espacio a la narración de la historia de Gedeón (6,1-8,28). Comienza con una introducción histórico-religiosa (6,1-10) y con una aparición divina, que le revela al interesado su elección (6,11-24). Inmediatamente después, el elegido destruye un altar pagano que había erigido su padre (6,25-32); luego dirige una primera guerra de liberación de los vandalismos y de las incursiones de las tribus vecinas (6,33-7,25). En este contexto se narran los dos prodigios del vellón de lana (6,36-40), la singular elección de los 300 guerreros (7,1-8) y el sueño del madianita (7,9-14). Se describen a continuación las diversas venganzas de Gedeón contra los enemigos (8,4-21) y el primer intento de instauración de la monarquía, rechazado por Gedeón (8,22-28).
Abimelec no fue un juez; pero es objeto de un largo relato (9,1-57), precisamente porque, siendo hijo de Gedeón, fue el primero en la historia de Israel (según nuestro autor) que intentó convertirse personalmente en rey.
Es singular y digna de recuerdo la judicatura de Jefté (11,1-12,7). Hijo de una prostituta, es expulsado de casa y vive con bandoleros, dedicándose a hacer incursiones en territorio enemigo; una tribu se dirige a él para que los libre de los saqueadores; él acepta con la condición de que vuelvan a integrarlo en su tribu; antes de la batalla hace voto de sacrificar "al primero que salga de la puerta de mi casa para venir a mi encuentro cuando vuelva vencedor..." (11,31); así es como sacrificará a su hija (11,34-40).
A la judicatura de Gedeón va unida también la guerra fratricida entre Efraín y Galaad y el episodio de la pronunciación de la palabra hebrea sibbolet (espiga de trigo), que los efraimitas pronunciaban sibbolet (12,1-6).
Con especial complacencia el autor-redactor narra la historia del curioso juez Sansón (cc. 13-16). Es de la tribu de Dan. No recluta hombres, sino que combate personal e individualmente contra los filisteos. Su nacimiento va precedido de una doble teofanía a sus padres: será nazireo desde el seno materno y Dios le infundirá su espíritu (c. 13). Se casa con una filistea, y propone sus primeras adivinanzas (14,1-20). Con 300 zorras prende fuego a las mieses de los filisteos (15,1-8). Atado con cuerdas, se desata y organiza una matanza de filisteos con una quijada de asno (15,9-20). En Gaza cogió las puertas de la ciudad, con los postes y el cerrojo, se las echó al hombro y se las llevó a la cima de un monte (16,1-3). Una mujer le corta la cabellera mientras duerme y lo entrega a los filisteos (16,15-20). Encerrado en la cárcel de Gaza, le crecieron los cabellos; invitado a una fiesta de los filisteos en el templo de su dios Dagón, se agarra a las columnas que sostenían el edificio, que al derrumbarse los mata a todos, incluido él mismo (16,21-30).
c) Los apéndices (cc. 17-21). El primer apéndice narra el origen del santuario de Dan (cc. 17-18). Se abre con la historia de Micá, de su ídolo, del 'efod y de los terafim y de su santuario privado (17,1-6); un joven levita acepta cumplir las funciones de sacerdote en el santuario de Micá (17,7-13); la tribu de Dan se traslada del sur hasta la ciudad de Lais, en las faldas del monte Hermón (18,1-26); Dan erige precisamente aquí su propio santuario (18,27-31; cf IRe 12,28ss).
La segunda narra el crimen cometido por los ciudadanos de Guibeá (cc. 19-21). Historia del levita que vivía en el territorio de la tribu de Efraín (19,1-14); su detención en la ciudad de Guibeá durante la noche y el delito cometido con su concubina (19,15-28); invitación a todo Israel para que se venguen de aquel delito (19,29-20,14); guerra contra la tribu culpable (20,15-48); reparación, para que no se extinga una tribu por falta de mujeres; estratagema para dar mujeres a la tribu culpable, la de Benjamín (21,1-24).
III. LA CLAVE TEOLÓGICA DE LA OBRA. Un examen atento de Jue pone de manifiesto hasta qué punto las diversas narraciones están impregnadas de una intencionalidad pragmático-religiosa por parte del autor-recopilador, que encerró sus relatos en la red de cuatro tiempos característicos.
1. EL PECADO. La primera de las cuatro fases nos presenta al pueblo que se ha alejado con abierta infidelidad del Dios de la alianza; nos encontramos con tres fórmulas: "Los israelitas hicieron lo que desagradaba al Señor..." (2,11; 3,7.12; etc.); "adoraron a los baales y abandonaron al Señor" (2,11b-12; 3,7; 10,6; etc.); el pecado de Israel es visto como prostitución y adulterio (2,17; 8,27.33).
2. EL CASTIGO. Es la reacción divina contra el mal comportamiento del pueblo. El castigo se presenta bajo un triple aspecto: "Se encendió contra Israel la ira del Señor" (2,14.20; 3,8; 10,7); "el Señor los entregó en manos de... durante equis años..."(2,14; 3,8.14; etc.); la prosperidad de los pueblos vecinos y sus incursiones contra Israel se describen como permitidas por Dios para provocar la fidelidad de su pueblo: "por eso el Señor dejó en paz aquellas naciones, no expulsándolas de momento, ni poniéndolas en manos de..." (2,23); "ellos sirvieron para probar a Israel, para ver si guardaba los preceptos que el Señor había dado..." (3,4).
3. EL ARREPENTIMIENTO. Bajo el castigo divino, los israelistas se arrepienten y vuelven a su Dios; es la tercera fase: "Los israelitas clamaron al Señor..." (3,9; 4,3; 6,6; etc.); "el Señor se compadecía de ellos al oírles gemir bajo sus opresores" (2,18; 10,16).
4. LA LIBERACIÓN. Es la fase final. Dios demuestra su bondad compasiva enviando un "salvador", un "liberador", un juez. Pero el retorno del pueblo a su Dios es efímero; de aquí el uso corriente de expresiones como el Señor suscitó un libertador mientras...; el enemigo fue humillado por los israelitas durante...; fue juez durante...; la tierra etuvo en paz por... años.
IV. EL LIBRO DE LOS JUECES Y LA HISTORIA. Es un dato comúnmente admitido por los estudiosos que el libro no fue compuesto de una sola vez; lo más probable es que haya tenido por lo menos dos redacciones. Las razones aducidas para establecer su fecha de composición en el período del rey Saúl o en el de David no llegan siquiera a los límites de una simple probabilidad; es probable que hubiera una primera redacción en la época de Ezequías o de Josías (es decir, en torno al 716-600 a.C.); la redacción definitiva se considera que es obra de la gran escuela deuteronomista (en los años inmediatamente anteriores al destierro y en los comienzos de éste). (Para la historiografía deuteronomista, t Josué II.)
1. ÉPOCA DE LOS JUECES. Para determinar el período que se nos describe en el libro no son suficientes los datos que en él se contienen, sino que es preciso recurrir a otros medios. Desgraciadamente, sin embargo, no disponemos de elementos suficientes ni en la arqueología ni en las fechas convencionales a propósito del período que va desde el éxodo de Egipto hasta la época monárquica. Basándonos precisamente en fechas convencionales es como podemos considerar como razonablemente probable que el período que interesa a Jue se extiende más o menos entre el 1225 y el 1040, incluyendo también en él las judicaturas de Elí y de Samuel.
Una primera lectura da la impresión de que el autor-redactor anota meticulosamente el período de cada judicatura, pero un examen más atento revela fácilmente el carácter artificioso de las fechas; cuando un autor se apoya en ellas, no consigue llegar ni siquiera a resultados verosímiles. Se sitúan convencionalmente la ascensión de Samuel en el año 1040, y la elección de Saúl como rey de Israel alrededor del año 1030.
La obtención de estas fechas —desde luego, aproximativas— concuerda con el cuadro general que se deduce de las excavaciones arqueológicas de toda la región.
2. LA TESIS DEL LIBRO. Todo hace pensar que, en la trama de las ideas deuteronomistas que sostiene a Jue, los redactores-autores fueron colocando una larga serie de documentos escritos y sobre todo de tradiciones orales que se habían formado tanto en la Palestina septentrional como en la meridional, adaptándolas luego a las ideas resumidas con frecuencia en el libro y expuestas ampliamente en un texto célebre (10,6-16), que algunos autores señalan como rasgo correspondiente al pensamiento del profeta Oseas. La tesis fundamental era especialmente aceptada en el período posterior al destierro: la apostasía es siempre castigada; por ningún motivo hay que unirse con los vecinos paganos; Dios está siempre dispuesto a perdonar al que se arrepiente y vuelve a él, pero siempre hace sentir su ausencia o lejanía con castigos y correcciones; no son los vecinos los que actúan como enemigos por su propia cuenta, sino que es Dios el que castiga por medio de ellos.
El autor de la carta a los Hebreos debió meditar largamente en las enseñanzas derivadas de Jue para poder escribir: "¿Y qué más diré? Me faltaría tiempo para hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté..., los cuales por la fe subyugaron reinos, ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca de los leones..." (Heb 11,32-33).
jueves, 31 de agosto de 2017
Sobre el nombre del Credo niceno-constantinopolitano.
EL ARRIANISMO
Los comienzos de la teología.
Entendemos por teología la ciencia de Dios y de todas las cosas que
están en relación con Dios. Se llama teología en sentido estricto, o
teología especulativa, a la elucidación racional de las verdades reveladas de
la fe, el conocimiento sistemático de su conjunto y relaciones. Ensayos
teológicos los encontramos ya en el siglo II. Lo que dio entonces lugar a los
primeros intentos de elucidación racional, fue el complejo de problemas
que hoy conocemos como la doctrina de la Trinidad y de la encarnación de
Cristo. La expresión usada para designar el conjunto de estos problemas era
«economía divina». Vemos en Tertuliano (Adv. Prax. 3) que con frecuencia
los creyentes sencillos miraban estos primeros ensayos teológicos con una
cierta aprensión. Procedentes como eran del politeísmo, estaban gozosos de
haber comprendido la doctrina de un Dios único, y ya no querían saber
nada más. «Les asusta la palabra economía», dice Tertuliano. Semejante
actitud es conocida con el nombre de monarquianismo. El monarquianismo
no es un sistema doctrinal, sino que sólo significa el afán de aferrarse en
todos los respectos a la verdad de la unidad y unicidad de Dios, aunque sea
a expensas de otras verdades reveladas, como la Trinidad y la divinidad de
Cristo.
Hacia fines del siglo III existían dos corrientes monarquianas
contrapuestas entre sí, la modalista y la dinamista. La modalista suele
designarse con el nombre de sabelianismo, por su principal representante,
Sabelio. El libio Sabelio, que enseñó en Roma y fue condenado por el papa
Calixto (217-222), proponía la siguiente fórmula: Un Dios en tres personas,
usando la palabra persona según su sentido clásico de papel en el teatro, de
máscara. El mismo Dios, en cuanto actúa como creador y rector del mundo,
es llamado Padre; cuando aparece en el papel de redentor encarnado, se le
llama Hijo; en su papel de dispensador de gracia, recibe el nombre de
Espíritu santo. Esta fórmula tenía la ventaja de que permitía considerar a
Cristo como Dios verdadero. Pero al mismo tiempo eliminaba la distinción
real entre Padre, Hijo y Espíritu santo. Según ella, Dios se manifestaba de
tres distintos modos (de ahí el nombre de modalismo), y por eso era
llamado con tres nombres diferentes. Esto equivalía a despreciar el testimonio
de la sagrada Escritura, donde está claramente expresada la
distinción real, por lo menos, entre Padre e Hijo. Por lo demás, el
sabelianismo fue pronto desechado. En Roma fue sobre todo el sabio
presbítero Hipólito, quien se impuso la tarea de combatirlo.
La otra dirección del monarquianismo mantiene la distinción real
entre el Padre y el Hijo, mas para no poner en peligro la unicidad de Dios,
subordina el Hijo al Padre (de ahí el nombre de sobordinacionismo). Esta
dirección se ramificaba luego en varios sistemas al querer explicar en qué
sentido era aún posible llamar Dios a Cristo: si es que Dios habitó en el
hombre Cristo o si es que confirió al hombre Cristo fuerzas divinas
(dynamis, y de ahí dinamismo). Tales sistemas habían sido ya condenados
por el papa Ceferino (hacia 200-217), el predecesor de Calixto, pero a cada
momento volvían a levantar cabeza. En la segunda mitad del siglo III el
obispo de Antioquía, Pablo de Samosata, fue depuesto por un sínodo por
sostener una doctrina semejante. Parece, sin embargo, que aún más tarde se
enseñaban en Antioquía doctrinas análogas, sobre todo por el sabio
Luciano, quien murió mártir en 312. En las polémicas dogmáticas de aquel
tiempo se encuentra ya usada por el papa Dionisio (260-268) la fórmula de
la consubstancialidad (consubstantialis, en griego homoousios) del padre
con el Hijo, gracias a la cual se encontró más tarde la solución.
Arrio.
La gran persecución de Diocleciano apartó por algún tiempo la
atención de las cuestiones teológicas. Pero poco después de haber
terminado aquélla, resurgieron las discusiones sobre el dogma. El obispo
Alejandro de Alejandría, sucesor de Pedro, martirizado en 311, llamó a
capítulo a su presbítero Arrio, a causa de sus doctrinas. Arrio, que era un
hábil dialéctico, había sido discípulo de Luciano de Antioquía. Su tesis era
la siguiente: Si el Hijo fue engendrado por el Padre, necesariamente tuvo
que haber un tiempo en que el Hijo aún no existía; por consiguiente, no
existe desde la eternidad y, por tanto, no es Dios. Arrio contaba con
amigos, no sólo entre el clero alejandrino, sino también fuera de Egipto,
sobre todo el obispo Eusebio de Nicomedia, que también había estudiado
con Luciano de Antioquía. Al obispo de Alejandría el caso le pareció de la
suficiente gravedad para que conviniera reunir un sínodo de casi un
centenar de obispos egipcios y libios, en el cual Arrio y sus partidarios
fueron excomulgados. Como era tradicional, Alejandro envió esta sentencia
a todos los obispos de la Iglesia. Esta circular, en la que se censuraba
también a Eusebio de Nicomedia, y quizá con más vehemencia de la
necesaria, provocó una tremenda sensación. Así el emperador Constantino,
que tal vez no acababa de comprender el alcance de las doctrinas en cuestión,
pero que se interesaba ante todo por mantener la paz en la Iglesia,
decidió convocar una asamblea de todos los obispos en Nicea.
El concilio de Nicea.
Ocupó la presidencia del concilio el obispo Osio de Córdoba, que
residía en la corte imperial. El papa Silvestre había enviado a dos
presbíteros romanos como delegados, los cuales subscribieron las actas en
primer lugar después del presidente. Fuera de éstos había muy pocos
occidentales presentes. Acudieron unos 300 obispos, o sea, a lo sumo una
cuarta parte de los existentes, lo cual, empero, no fue obstáculo para que,
en lo sucesivo, el sínodo fuera considerado como representación legítima
de la Iglesia entera.
El emperador intervino personalmente en las sesiones y supo
maniobrar hábilmente cuando las deliberaciones parecían abocadas al
fracaso.
El erudito historiador eclesiástico Eusebio, obispo de Cesarea en
Palestina, propuso como esquema de la definición de fe el símbolo
bautismal de su iglesia. Era una de aquellas fórmulas análogas al antiguo
símbolo llamado apostólico, que se usaba entonces en la literatura
bautismal. La asamblea aceptó la fórmula, pero en el artículo referente a la
procedencia del Hijo respecto del Padre añadió la fórmula usada en Roma
«consubstancial al Padre», como clara condenación de la doctrina de Arrio.
Eusebio de Cesarea no estaba de acuerdo con tal adición. No porque se
inclinara al arrianismo, sino porque prefería dejar la cuestión pendiente y
acaso también porque no se daba perfecta cuenta de su trascendencia
teológica. De todos modos, se sometió junto con otros al criterio de la
mayoría y a los deseos del emperador. También Eusebio de Nicomedia
subscribió las actas. Arrio y dos obispos libios que se le mantuvieron fieles
fueron excomulgados. El concilio aprobó además diversos cánones
referentes a la disciplina eclesiástica. A los adeptos del cisma de Melecio,
que había surgido en Egipto durante la persecución de Diocleciano, se les
allanó el camino para volver a la Iglesia, y lo mismo se hizo con los
novacianos, que, como los melecianos, no se habían apartado de la doctrina
católica. Se decidió que los clérigos que se reincorporaran a la Iglesia,
incluso los obispos, conservarían sus dignidades. Para poner fin de una vez
a la antigua polémica sobre la fecha de pascua, el concilio pidió al
emperador que cuidara de establecer un calendario único por medio de una
ley imperial. Constantino pasó el encargo a la Iglesia de Alejandría, que era
la mejor provista de astrónomos, confiándole la tarea de fijar anualmente el
tiempo pascual.
El concilio de Nicea produjo una profunda impresión en toda la
Iglesia. No porque no hubiera habido ya antes grandes concentraciones de
obispos, ni porque fuera la primera vez que se condenaba una herejía, pero
que fuera el propio emperador quien convocara el sínodo, que pusiera la
posta imperial a disposición de los obispos para facilitarles el viaje, que
asistiera personalmente a las sesiones, honrara a los padres con toda clase
de pruebas de respeto y empeñara su propia persona para conservar la
pureza de la fe, todo esto parecía casi increíble a los cristianos, que como
quien dice acababan de salir de la más sangrienta de todas las
persecuciones. Entre los obispos asistentes al concilio, había muchos que
aún ostentaban en su cuerpo las cicatrices de los tormentos. El giro de los
acontecimientos había sido demasiado radical, para que todas sus
consecuencias pudieran ser favorables a la Iglesia. Los obispos, sobre todo
en Oriente, donde se veían las cosas más de cerca, sintieron desde entonces
una devoción sin límites hacia el emperador, concediéndole en todos los
asuntos eclesiásticos una confianza que pasaba ya de lo razonable. Sin
embargo, Constantino no deseaba regentar la Iglesia; era demasiado alta la
opinión que de ella tenía. Lo único que quería era actuar como su
bienhechor. Pero en la práctica vino a convertirse en el creador de aquella
curiosa situación que se conoce con el nombre de cesaropapismo y que,
bajo los sucesores de Constantino, había de inferir a la Iglesia daños apenas
inferiores a los provocados por las más duras persecuciones de los
emperadores anteriores.
De Nicea a Constantinopla (325-380).
Muchos obispos salieron descontentos del concilio de Nicea, como
Eusebio de Cesarea. Casi todos estaban contra Arrio y su negación de la
divinidad de Cristo, pero a muchos les disgustaba la expresión homoousios
= consubstancial, y temían que pudiera ser interpretada en sentido
sabeliano. Además, el concepto del magisterio de la Iglesia no estaba aún
claro en las mentes de todos; y eran muchos los que no acababan de darse
cuenta de que una vez tomada por la Iglesia una decisión en materia
doctrinal, ésta debía valer como totalmente definitiva e inalterable.
Verdad es que, mientras vivió Constantino, nadie osó levantarse
contra el concilio de Nicea y su definición. En lugar de esto empezaron en
seguida a urdirse intrigas contra los obispos que más a pechos tomaban la
propagación del credo niceno y la doctrina del homoousios. El instigador
de todas estas intrigas era Eusebio de Nicomedia, quien había caído en
desgracia con Constantino a causa de su dudosa actitud en Nicea; consiguió
empero su rehabilitación gracias al favor de la hermana del emperador y al
final vio incluso realizada su gran ambición de ser nombrado obispo de la
capital del Imperio, Constantinopla.
Eusebio de Nicomedia es el primer ejemplo de esa desagradable
clase de teólogos y prelados cortesanos, dúctiles y aduladores que en lo
sucesivo apenas faltaron nunca allí donde hubo soberanos que
ambicionaban influir sobre los destinos de la Iglesia.
En Oriente, los más activos defensores del homoousios eran los
obispos de las dos Iglesias más importantes, Eustacio de Antioquía y
Atanasio de Alejandría, quien poco después del concilio había sucedido al
obispo Alejandro. Se consiguió deponer a ambos, a Eustacio en un sínodo
reunido en Antioquía en 330, a Atanasio en uno de Tiro en 335, y
persuadieron al emperador a que los desterrara. Se obtuvo incluso que el
emperador perdonara a Arrio. Pero Arrio murió repentinamente antes de
que pudiera ser readmitido en la Iglesia, y los católicos, que contemplaban
todo este juego de intrigas con creciente repugnancia, vieron en ello la
mano de Dios.
Constancio.
Constantino murió en el año 337, después de recibir el bautismo en
su lecho de muerte de manos de Eusebio de Nicomedia. Su hijo y sucesor
Constancio era un tipo completamente distinto. No tenía el encanto
personal de su padre, aunque tampoco su vanidad, no quería ser el
bienhechor de la Iglesia, sino dominarla; no salvaguardar la paz, sino
imponer convicciones, y éstas habían de ser justamente las suyas, o sea, las
arrianas. Como su padre, no recibió el bautismo hasta poco antes de morir.
El arrianismo era para él más importante que el cristianismo. Al principio
tenía que proceder todavía con cautela, por consideración a su hermano
Constante, que gobernaba el Occidente y era niceno estricto; pero después
de la muerte de Constante, se mostró cada vez más severo contra los
católicos.
De los obispos, pocos eran los realmente arríanos. En el fondo de su
corazón lo que la mayoría habría preferido era reconocer simplemente la fe
de Nicea, pero no querían ir en contra de los deseos del emperador y
celebraban sínodo tras sínodo; no paraban de ingeniar nuevas fórmulas, en
las que casi siempre se hablaba de Cristo como hijo de Dios en los más
fervorosos tonos, pero evitando cuidadosamente el empleo de la palabra
decisiva, homoousios. Antes del concilio de Nicea, la mayoría de estas
fórmulas hubieran podido ser entendidas en sentido católico, pero después
que la Iglesia hubo tomado una decisión, todo soslayamiento consciente de
la fórmula definida tenía, por lo menos, algo de sospechoso. El emperador
no ahorró coacciones para obligar a los nicenos recalcitrantes a subscribir
una u otra de estas fórmulas propuestas como neutrales. El papa Liberio fue
forzado a venir de Roma, se le aisló de todos sus consejeros —recurso del
que más tarde había de servirse también Napoleón para coaccionar a Pío
VII— y se le sometió a toda clase de vejámenes hasta que consintió en dar
su firma. Esta debilidad le valió los reproches de Atanasio e Hilario, y más
tarde de Jerónimo. Hasta qué punto estaban justificadas tales censuras, no
podemos saberlo, puesto que no conocemos el documento firmado por
Liberio. Quizás era sólo la declaración de que reconocía la deposición de
Atanasio.
Atanasio de Alejandría fue, durante todo este tiempo, la columna de
la ortodoxia nicena. En total tuvo que salir cinco veces para el destierro. El
verdadero tema de discusión era, a menudo, más la persona de Atanasio
que la teología trinitaria. No le andaban a la zaga, ni en firmeza ni en los
vejámenes sufridos, los obispos de occidente Hilario de Poitiers, el teólogo
más agudo de la época, y Eusebio de Vercelli.
Es frecuente que se describa la situación de la Iglesia diciendo que a
mediados del siglo IV había en ella tres partidos: los arríanos propiamente
dichos, los nicenos estrictos y, entre los dos bandos, formando el partido
numeroso, los indecisos, que muchos se complacen en llamar semiarrianos.
Esta exposición no es del todo acertada. Los arríanos propiamente dichos
no formaban un partido, sino una secta; todo el mundo los consideraba
como separados de la Iglesia, y su número era muy exiguo. El supuesto
partido moderado no era en absoluto un partido que persiguiera un fin
claramente definido. Lo único que tenían en común era el deseo de no ser
arrianos, y se les hace una injusticia al llamarlos semiarrianos. Si
esquivaban el término homoousios, lo hacían generalmente en bien de la
paz.
A este grupo pertenece, entre otros, el eminente pastor de almas
Cirilo, obispo de Jerusalén, que hoy es venerado oficialmente por la Iglesia
como un santo doctor.
En lugar del discutido homoousios, muchos hacían uso de la palabra
hómoios: el Hijo es semejante al Padre. Eso era ya un reto a los arríanos, a
los que por esta razón se llamaba «anomeos», desemejantes, y podía
entenderse en sentido niceno, sobre todo cuando se le añadía «semejante en
todo», una fórmula difundida por el obispo Basilio de Ancira.
Juliano el Apóstata.
En el año 361 murió el emperador Constancio. El trono pasó al hijo
de un hermanastro de Constantino, Juliano. Había sido educado en el
cristianismo, y hasta es posible que hubiera recibido el bautismo. Mientras
gobernó su primo Constancio, que no admitía bromas en materia de
religión, Juliano se hizo pasar por cristiano. Pero una vez erigido en
soberano, declaró que sólo quería ser filósofo y dio libre curso a su odio
contra la religión de Cristo. Juliano era un general hábil y un mal
gobernante, impulsivo, susceptible, fantástico, presuntuoso, casi lo que hoy
llamaríamos un neurótico. Los historiadores modernos suelen ensalzarlo en
todos los tonos, imaginando las grandes empresas que habría llevado a
cabo si hubiera vivido más tiempo. Pero por las pruebas que dio de sí, más
bien habría que admitir que, de haber reinado más largo tiempo, hubiera
fracasado del todo.
Juliano promulgó en seguida una serie de disposiciones hostiles a los
cristianos, que sin ser edictos sanguinarios contenían, sin embargo, muchas
trabas jurídicas, exclusiones de los cargos superiores, y de los altos centros
de cultura y donde se exigía la devolución de los subsidios que desde
Constantino habían sido concedidos a los fondos benéficos de las iglesias.
Al propio tiempo intentó organizar comunidades religiosas paganas. La
cristiandad fue presa de un indescriptible pánico. Todo el mundo temía
encontrarse con un nuevo Decio o un nuevo Diocleciano. Pero Juliano cayó
guerreando contra los persas tras dos años escasos de gobierno.
Juliano, que con toda su enemiga a la nueva religión gustaba de
revestir una máscara de imparcialidad y justicia, había desde un principio
levantado el destierro de todos los obispos exilados, con el fin oculto de
atizar aún más con esta medida la inquina entre católicos y arríanos. En
realidad, aquella disposición condujo a la victoria de los católicos. Los
arríanos nunca habían sido muy numerosos y después de la muerte de
Constancio habían perdido todo el apoyo oficial. La única dificultad que
quedaba era la de reconciliar a los numerosos obispos católicos que
discutían sobre el homoousios y el homoios y se acusaban mutuamente de
herejía. Pero el pánico despertado por el neopaganismo de Juliano
contribuyó a inclinarlos a todos hacia la concordia.
Hilario regresó a la Galia una vez levantado el destierro y en un
sínodo celebrado en París consiguió que todos los obispos galos se
pronunciaran en favor del homoousios. Se permitió, sin embargo, el uso del
término homoios para expresar que el Hijo es Dios verdadero como el
Padre. Hacia este mismo tiempo coincidieron en Alejandría, Atanasio y
Eusebio de Vercelli, a la vuelta de su destierro. En una conferencia en la
que tomaron parte también otros obispos, se adoptaron las directrices para
obtener la reconciliación general. Hasta entonces el escollo principal había
consistido en que muchos obispos se creían obligados a suspender la
comunión no sólo a los arríanos, sino a todos los que comulgaban con
arríanos o con sospechosos de arrianismo, aunque a menudo lo hacían sólo
cediendo a la presión del gobierno. Decidióse, pues, que debían
considerarse pertenecientes a la comunión católica todos los obispos que no
hubieran suscrito una fórmula de fe realmente arriana, prescindiendo de
con quién hubieran comulgado en aquella época de confusión y de presión
oficial. Eso sí, ahora debían pronunciarse inequívocamente por el símbolo
de Nicea. Se dieron además instrucciones sobre el uso de determinados
términos técnicos teológicos, que salían a cada momento en los debates
sobre materias de fe, especialmente «naturaleza» y «persona». Dada la
distinta significación que estas palabras tenían en latín y en griego, sin
cesar se producían malentendidos.
Para difundir estas tesis la conferencia eligió, para Oriente, al obispo
Asterio de Petra, y para el Occidente a Eusebio de Vercelli. El papa Liberio
declaró al punto su conformidad; la Galia estaba ya ganada por Hilario, y
se adhirieron además España, Macedonia, Grecia y otros países.
Este espléndido resultado había que agradecerlo ante todo al anciano
Atanasio, quien demostró con su conducta que en modo alguno era el
fanático que muchos decían, y que sus cuidados se centraban sólo en la
salvaguarda de la fe y el bien de la Iglesia, sin pensar en la humillación de
sus adversarios. A partir de entonces reinó la paz en Occidente. Apenas se
hablaba ya de arrianismo. En Oriente las cosas no discurrieron tan
suavemente, pues el obispo de Constantinopla, Macedonio, formuló una
nueva doctrina, y el emperador Valente volvió a creerse obligado a
favorecer a los arríanos. Pero Valente cayó en la batalla de Adrianópolis,
librada contra los godos. Su sobrino y sucesor, el joven Graciano, que
estaba bajo el influjo de san Ambrosio de Milán, nombró corregente a
Teodosio, un gran político que estaba sin reservas al lado de la fe católica
y del concilio de Nicea. Teodosio convocó en 380 un gran sínodo en
Constantinopla. Acudieron a él las mentes más relevantes de todo el ámbito
griego: Melecio de Antioquía, Timoteo de Alejandría, Cirilo de Jerusalén,
Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa y su hermano Pedro de Sebaste,
Anfiloquio de Iconio, Diodoro de Tarso. Las sesiones tomaron un sesgo
tormentoso, no a causa de la doctrina, pues todos aceptaban la profesión de
fe nicena, sino por cuestiones personales. A tal extremo llegaron las. cosas,
que san Gregorio Nacianceno dimitió su dignidad de obispo de
Constantinopla y se retiró del concilio. Sin embargo, el concilio de
Constantinopla significó el fin del arrianismo. La herejía se mantuvo sólo
fuera de los límites del imperio, entre los godos, y había de tener todavía su
importancia entre los pueblos germánicos.
Los concilios ecuménicos.
No poseemos las actas del concilio de Constantinopla, como
tampoco las del de Nicea. No es posible, pues, comprobar si el texto del
símbolo que hasta hoy se ha venido usando en la liturgia latina de la misa
fue realmente fijada en este concilio. Lo seguro es que el concilio definió la
divinidad del Espíritu santo, cerrando así definitivamente la cuestión
trinitaria. Es, por consiguiente, verosímil que la ampliación del credo de
Nicea con el artículo sobre el Espíritu santo fuera adoptada en este sínodo.
Sin embargo, este credo ampliado no aparece hasta el concilio de
Calcedonia, en 451, donde también por primera vez se calificó de
«ecuménico» al concilio de 380. En el Occidente el concilio de
Constantinopla no fue contado entre los ecuménicos hasta el siglo VI, y aun
entonces sólo se reconocieron los decretos dogmáticos, no los cánones
disciplinarios.
El concepto de concilio general o ecuménico, como la más solemne
expresión del magisterio de la Iglesia, se ha ido formando poco a poco. En
un principio no estaban bien determinadas las condiciones necesarias para
que un concilio tuviese el carácter de ecuménico. De seguro que no es el
número de los obispos asistentes, ni tampoco que estén representadas
determinadas sedes episcopales, por ejemplo, todos los metropolitanos o
patriarcas. En el concilio de Constantinopla de 380 ni siquiera asistieron
delegados del papa. Tampoco es esencial la forma como se ha reunido el
concilio, o la persona que lo ha convocado. Los concilios ecuménicos de la
antigüedad, en la práctica eran convocados por los emperadores. El único
elemento decisivo es el que los acuerdos de un concilio sean reconocidos
por el papa, sea en el propio sínodo, sea al menos por ratificación ulterior.
Sin embargo, tenemos también casos en que los papas hicieron suyos los
decretos de un concilio, sin conferirle por eso el carácter de ecuménico,
como en el sínodo de Orange de 529 con sus importantes decretos contra
los semipelagianos.
Hasta hoy se admiten como ecuménicos veinte concilios. La
importancia histórica de cada uno es muy distinta. Su celebración está
perfectamente de acuerdo con la constitución de la Iglesia, pero dentro de
esta constitución no representan un elemento necesario. A la Iglesia no
puede planteársele ninguna cuestión cuya solución exija de un modo
exclusivo la celebración de un concilio ecuménico.
Significación de la lucha contra el arrianismo.
Es frecuente que modernos historiadores profanos describan las
«polémicas» doctrinales del siglo IV dando a entender que su significación
interna era nula, y a su propósito dejan caer palabras despectivas, como
«cuestiones bizantinas» y «disputas de clérigos». Sólo puede hablar así el
que no tenga la menor noción de lo que es el cristianismo. Empieza por no
ser del todo correcto llamar al conjunto una polémica. Era, en realidad, una
lucha defensiva, en la que la Iglesia se defendía de una herejía, y muy
peligrosa por cierto. El arrianismo, cuya doctrina fundamental era la
negación de la divinidad de Cristo, hacía de la religión cristiana, en el
mejor de los casos, un monoteísmo filosófico, del que quedaban excluidas,
o sólo eran admitidas en forma desfigurada, las verdades reveladas de la
encarnación, la redención, la gracia y los sacramentos. En realidad, la lucha
no versaba sobre palabras, como homoousios y homoios, «consubstancial»,
«semejante o desemejante en esencia». Lo que estaba en juego eran los
dogmas fundamentales del cristianismo, ocultos detrás de aquellos
términos. Tal es la naturaleza de nuestra religión, que un sólo error en un
dogma fundamental echa por los suelos no solamente el sistema doctrinal,
sino también el tipo cristiano de vida.
No hay que pensar, por otra parte, que la vida cristiana en el siglo IV
se viera efectivamente conmovida hasta sus últimos cimientos. Había un
gran peligro de que tal cosa ocurriera, pero se consiguió conjurarlo. El
pueblo católico apenas fue afectado por las» herejías, a pesar de que
algunos, e incluso muchos obispos, suscribieran fórmulas de fe de índole
dudosa, diremos más, aunque los hubo que interiormente estaban por la
herejía. San Hilario describe esta situación ingeniosamente y no sin un
cierto humor: Ni siquiera los obispos más arríanos se atreven a negar ante
el pueblo la divinidad de Cristo. Usan la palabra «Dios» en un sentido figurado,
pero el pueblo la entiende en su sentido propio. Hablan de Cristo
como Hijo de Dios, en el mismo sentido en que se dice que todos los
cristianos se convierten en hijos de Dios por el bautismo, pero el pueblo
entiende una verdadera filiación. Dicen que el hijo de Dios existía antes
que todo tiempo, y quieren decir que fue creado antes que todas las demás
criaturas, mas el pueblo entiende que existe desde la eternidad. «Así los
oídos de los fieles son más santos que los corazones de los obispos»
(Contra Auxentium, c. 6).
Es verdad que, a la larga, la herejía hubiera acabado penetrando las
mentes de todos. Los obispos más clarividentes se preocupaban sobre todo
de que en la liturgia no se escurrieran fórmulas de rezo susceptibles de ser
interpretadas en sentido arriano, y cuidaron de eliminar las fórmulas
tradicionales que se prestaban a ser entendidas como favorables a la
herejía. La antigua doxología: «Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu
santo» había sido considerada antes como perfectamente inocua; pero como
los arríanos veían en ella una subordinación de la segunda y tercera
personas divinas a la primera, san Atanasio, san Basilio y otros se
esforzaron para que fuera substituida por la fórmula completamente
inequívoca «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu santo».
Así pues, se llegó a tiempo de atajar este peligroso error,
derrotándolo en toda la línea, antes de que tuviera ocasión de echar
profundas raíces. Pero la Iglesia sacó gran provecho de estas luchas
defensivas, fenómeno que en lo sucesivo pudo observarse también a
menudo. En la lucha contra la herejía se había formado una generación de
teólogos, cuya acción muy pronto rebasó con mucho el tema que había
dado origen al conflicto. Al desaparecer el arrianismo empieza en la Iglesia
un período de riquísima vida intelectual, período que aunque sólo duró
unos decenios, dio frutos de los que vivimos aún hoy: la época de los
grandes padres de la Iglesia.
Fuente: LUDWIG HERTLING, S. I.; Historia de la Iglesia. (Página 73 pdf en adelante).
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)







